miércoles, 5 de noviembre de 2008

Una noche más, una noche menos.

-"Estamos fuera"-, dijo el técnico de sonido. Colgué los cascos sobre el micro y con cansancio me levanté de la silla.

Preparar y emitir cuatro horas de radio exigen demasiado. Salí del estudio. De madrugada apenas había personal con el que cruzarse en la emisora. A veces es lo mejor que te puede ocurrir, porque te escapas con mayor rapidez de tu lugar de trabajo. Son momentos en los que incluso la cortesía se viste de vagancia y no quiere salir a presumir. No se trata de huir despavorido, si no de dar carpetazo a un día laborable más. Desde hace años, hago lo que me gusta, pero el cambio al horario nocturno se me hizo muy perezoso.

Mientras salgo del edificio soy consciente de que acompaño a miles de personas que me escuchan cada noche desde comunes e insólitas ubicaciones: desde sus coches, sus casas, sus propias camas o ajenas, desde sus trabajos, algunos verdaderamente duros. Barrenderos, médicos de urgencias, reponedores de supermercados, transportistas en rutas interminables, estudiantes que repasan en la noche anterior a un examen, insomnes voluntarios o forzosos, desde España o desde la otra punta del globo. Es una sensación rara hablar sólo y saber que son muchos los que están al otro lado sin poder vernos.

Sintonizan el dial desde un pequeño aparato japonés con cascos, equipos con altavoces de gran potencia, a través de Internet o desde la radio del vehículo que manejan. Es increible saber que por cualquier sitio imaginable se cuela el sonido de mi voz. Me escuchan con atención o simplemente en la inconsciencia distraída oyen ruido.

Me contratan cada noche como asesino de la soledad, sustituto de su incomprensiva pareja, somnífero, terapia contra la depresión, distracción, diversión o para no pensar en los problemas cotidianos hasta que se duermen. Estoy en todos y en cada uno de esos distintos lugares.
Piensan que mañana será un nuevo día. Tal vez sea tan monótono como el día que finaliza, pero se van con la esperanza de que sea distinto, que aparezca algún acicate que lo haga diferente, mejor.

Me dirijo al coche en un parking casi desierto. El guarda jurado me saluda con la misma mueca de cada noche, mientras relee un manido diario deportivo hasta memorizarlo. Se ve que prefiere el papel o cualquier otra cosa a las ondas. En estos momentos yo también. Al entrar en el habitáculo del conductor y sentarme, prefiero el silencio o el ruido del motor encendido a la radio. Cierro la puerta y me aislo. Se hace el silencio. Zumban mis oídos. Conduzco por las calles solitarias deteniéndome sólo en los semáforos para mirar las calles. Parecen eternos en cada cambio. Apetece saltárselos.

La ciudad está dormida, pero viva. Siempre con un mínimo de actividad que la mantiene alerta: se enciende la luz de una habitación en un bloque residencial, otra parece ya encendida desde hace horas en una oficina, otras tres más allá... Todavía hay personas que pasean su perro por los parques solitarios. Viandantes nocturnos u operarios que hacen de la calle su lugar de trabajo, se cruzan sin mirarse. Juerguistas de retirada tras la última copa. La que te mata, dicen. La ciudad late con ritmo relajado pero incesante, imparable.

Las intersecciones de los carriles no son la misma jungla de las mañanas. Los coches de policía patrullan y velan por el orden y la seguridad de los ciudadanos. Taxis que van y vienen, transportan historias diferentes en cada viaje. Sus conductores me habrán escuchado alguna vez, entre los códigos de la centralita, pero pocos -casi ninguno- me reconocerían cuando tomara sus servicios. La fama la adquiere mi voz y se la proporciona una frecuencia modulada. Te haces invisible, te cuelas en sus oídos y muchos se imaginan cómo eres. Suelen defraudarse si alguna vez te ponen rostro. Mejor así.

Aparcado el coche en el garaje, subo en el ascensor de mi edificio. Pienso fugazmente en el programa del día siguente. Abro la cerradura y traspaso el umbral de la puerta de mi casa. Sigue el silencio. Bendito silencio. Entro en el dormitorio mientras me voy desvistiendo desordenadamente. Mañana lo recogeré todo. Tirado en la cama miro al techo con la luz apagada. Estoy agotado. Enciendo la radio y cierro los ojos; quiero dormir.

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